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La Casa del Abuelo

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Por: Ángel Aguirre López


Cordialmente al Dr. Alfredo Corea Henao, espíritu selecto y sensitivo, autor del Museo Folklórico ó casa de los Abuelos, de Sonsón

La Casa del Abuelo tuvo un alma de tiempos bonancibles y costumbres que hicieron santo el curso de su calma, que hicieron grato el curso de sus lumbres.


Tuvo un aire la Casa del Abuelo, de mañanas cordiales y serenas, y un corredor y un patio donde en vuelo vegetaban dormidas las melenas; donde en grandes y rústicos materos de tapas de botellas, a la sombra cordial de los aleros reventaban las zulias perfumadas; donde el bongo esperó, sencillamente, con su carga de hartones y aguamasa, el retorno febril y providente de la dócil vacada de la casa.


La Casa del Abuelo tuvo vastos corredores de pisos ladrillados, en cuyos postes los canastos colgaban de los clavos encorvados, y colgaba el zurriago de vaqueta y un bastón, y un sombrero, y una piola y la rústica y córnea peineta, prendida al bosque de vacuna cola; el tinajero en el rincón más ledo, con su carga de barro elaborado, y una raíz de guadua en el remedo de un horrible animal inanimado; allí cual percha en ingenioso ovillo cornamentas de un ciervo, secas, duras, y percha los dos cuernos de un novillo, de azarosas y graves curvaturas.


Allí en el corredor enchambranado el vegetal aguamanil casero, con su frasco de ajenjo retapado, la caja de menjurjes y el plumero; para asentar la rústica navaja un trozo de maguey del grato suelo, y un trozo de jabón en una caja, con que lavó sus barbas el Abuelo; y el cartucho de ungüentos paralela, en un limpio cristal agua florida, con que soñó la generosa Abuela reverdecer el rostro de su vida; el jabón de la tierra encapachado, en montones domésticos y en filas, que al contacto del rostro en el lavado le lagrimó al Abuelo las pupilas.


Allí en el corredor el bajo asiento, junto al huso de rústicas maderas, y el cordial chocolate cual sustento de las nobles Abuelas hilanderas, de esas que en la doméstica tarea bordaron de parábolas su suerte, puesto su corazón, puesta su idea en cumplir el deber hasta la muerte.

Allí una austera cómoda repleta de cartas de razones y de amores, y los versos sentidos de un poeta, y el prensado cadáver de unas flores; un mosaico de láminas pegadas con almidón a gruesa cartulina, billetes de las épocas pasadas, recuerdos de la vida pueblerina; y otra cómoda henchida de mostachos, con flautas de carrizo repulidas, con que alegres jugaban los muchachos en las horas festivas de sus vidas; y con leznas, y triques, y baleros, y el trompo guaral y tarabitas, y pizarras con rústicos letreros, y mil cosas de historias infinitas; rumbador de cuyabra con que al viento se generaban ruídos compasados, pitos de cañabrava y un portento de congolos y chochos resecados.


Allí el chumbe que sostiene los sayales, y las hormas de hierro para velas, fuelle para las planchas ideales de esos tiempos de Abuelas y de Abuelos; el trozo de cuyabra de la huerta para cubrir la úlcera y la herida, cuando la carne supuraba abierta, dejando ver lo duro de la vida; cucharones de cacho y un mechero que brinda al tabaco la candela, y petacas de guasca y un florero, y hormas de guadua de medir panela, varios deshojadores de capacho, y canastas de hiraca y un espejo, y en su salvaje curvatura el cacho con que llamaba a la peonada el viejo.


La Casa del Abuelo tuvo antaño una amplia sala cuyas gruesas puertas cuñaban en su umbral, sin mucho daño, piedras traídas de la propia huerta; puertas pesadas que en los días lluviosos, bajo el súbito azota de los vientos, desde sus viejos goznes herrumbrosos remedaban sollozos y lamentos. En esa sala concertó el destino, de los Abuelos la mirada, la unión cordial del recio campesino con la virtuosa moza recatada.


Allí en limpia vaqueta alardeada de su vejez la silla de otras gentes, cuyo retrato al óleo adornaba las paredes de tapia resistentes; allí extendió la mano de la Abuela, de guasca del solar una esterilla, que ella misma, a la lumbre de una vela, tejió a sorbos de tibia manzanilla; allí mismo esa mano primorosa, de cera de castilla formó un día los contornos perfectos de una rosa, que hasta su propio aroma despedía; y colgó bajo el sol de la mañana también como obra de su ser curioso, una blanca cortina en la ventana con paisaje de ciervos en retozo; y un florero aprisionó inspirada, de la aurora y la flor el alma suma, porque dejó en su vértice asomada de un pavo real la iridiscente pluma.


La Casa del Abuelo tuvo alcobas donde el amor y la virtud primaron, y donde en ritmo diario las escobas los pisos de ladrillo hermosearon. Allí en sacro silencio, arrinconada, de candeleros la espaciosa cama, mientras de noche, en la cordial velada, arde de un cabo vacilante llama; y en cuadrados mayores y menores, cual diversa y fantástica acuarela, la colcha de retazos de colores, que fue hilvanando en su quehacer la Abuela; signando la baranda un crucifijo, de faz sangrante y paternal mirada, y en la gruesa almohada siempre fijo un acierto de funda almidonada.


Allí bajo la cama, recatado, el grueso beque y la reseca tuza, y fuertes y espaciosos a su lado los domeñados zuecos que el viejo usa, allí en grato rincón, despercudida, una mesa que enseña sin alarde, arrumes de tesoros de la vida que dora con su luz la inmensa tarde; es la mesa enteriza, circulada, con su carga doméstica y enjuta de una leve y querida conservada máquina de costura diminuta; con la humilde alcancía de madera donde el ahorro se brindaba grato, una limpia muñeca montañera, y la estatua broncínea de un gato; de un caimán la simbólica pavura, con su abierta quijada sin empacho, y de un pez la traslúcida figura, ambos labrados en vistoso empacho, y como pauta del vivir casero, bajo el zino de su torre vibradora, el reloj con su rítmico puntero, incansable marcando hora tras hora.


En esa alcoba de maciza tapia la alacena y su carga de memorias, los remedios caseros, la prosapia de gratas cosas de sencilla historia, terrón de azul de Prusia y almidones, y a una plancha una lámpara aledaña, y una cuyabra llena de botones, y en un tarro de guadua la caraña; para el diario zurcir el calabazo, de antiguos almanaques altos cerros, y de un tarro el aceite en el regazo, para cuidar y desgonzar los fierros; zapatos de cabrilla con chaquiras, con aceite de pata una botella, los ojos de venado y unas tiras, y acaso en su interior alguna estrella.


En esa alcoba remeció una cuna, de alta baranda y cadencioso vuelo, al nieto adormecido a quien la luna le besaba en la frente desde el cielo; allí de un clavo suspendido por años la pesada camándula en chumbimbas, la de la dulce abuela sin engaños la del íntegro abuelo sin mentiras; marco de paja, del trigal cortada para el retrato de elegante traza, y en la pared la tabla enclavijada para contar la ropa de la casa.


Allí de la pared también colgaron, cual complemento de la vieja casa, los bullangueros tiples que alegraron las cordiales veladas de la raza; allí las gruesas botas altaneras para los pies viriles nunca lerdos, y sobre el piso, junto a las esteras, el baúl con la ropa y los recuerdos; y en un montón, de familiar manera, por un fiel garabato levantados, junto al carriel y la triunfal mulera, los soberbios machetes envainados; y el tapapinche de prudente vuelo y el sombrero de caña reteñida, aquellos alpargates que el abuelo calzó por el sendero de la vida.


La casa del abuelo tuvo otrora un oratorio de severo ambiente, donde grata y febril y soñadora se postró en oración la honrada frente. En ese humilde y rústico oratorio su fe eleva el corazón sereno, frente al cuadro de un rojo purgatorio, frente al vasto dolor de un nazareno, allí vistió la mesa de los santos alba carpeta de bordadas márgenes; y ocultaba el respeto de unos mantos el rostro de las célicas imágenes; el coro de la virgen en la urna, de alumbramiento y homenaje diario, que en eucarístico fervor se turna casa por casa el grato vecindario; y San Ramón Nonato en vieja tela, dulce Patrono de la vital azaña, en cuyo pie se prosternó la abuela, encomendando al hijo de su entraña; allí el reclinatorio de almohadilla, y en la pared un santo y su repisa, y allí el catre de lona y esterilla preciosa carga hacia la diaria misa; y allí en rincón de blancos paredones la antorcha de carrizos paralelos, la antorcha de las bellas procesiones que animan, piadosos, los Abuelos.


La Casa del Abuelo tuvo otrora un comedor de tapia sostenida, con mesa familiar y acogedora donde febril se alimentó la vida; con sillas de madera descurtida y taburetes de cuero de albo pelo donde hasta ayer alardeó extendida la marca de ganados del Abuelo; allí en amplia cuyabra recuñada, la hipotética fruta pueblerina que acuciosa y alegre avisada la Abuela modeló con parafina; mantequillera de casera hechura, diminuto salero de dos caras y de cristal los vasos de herradura, y de palo las rústicas cucharas; en un rincón la vieja vinajera, y previniendo el consiguiente estrago copitas con señal de negra cera para medir el confortable trago.


En un grato recodo el tinajero y su arrume de hojaldra y de buñuelo, el bizcocho de teja placentero, y el pandequeso que gustó el Abuelo; el Niño Dios de Atocha en el portento de vistosa y supérstite acuarela, a quien el diario y familiar sustento suplicaban los ojos de la Abuela; trastos de loza cuyo diario brillo relievó la doméstica prestancia, y un mantel eucarístico, sencillo, y un ambiente de vida y de abundancia. Colgado de una pita, larga y gruesa, viejo farol de transparente tela, y un tarralí para servir la espesa, la blanca leche que ordeñó la Abuela; y un cartón con un rótulo infinito, que el grato labio pronunciaba al verlo: “Bendito sea mi Dios, siempre bendito, que nos da de comer sin merecerlo”.


La Casa del Abuelo tuvo antaño una pieza de rústicos avíos, con silleta infantil de muchos años, y variados y antiguos atavíos; con frenos remachados y los tubos de espaciosos zamarros de pelambre, con alforjas henchidas y cuchuvos para el grato transporte de los fiambres; allí el estribo en cobre o palo romo, y allí el viejo galápago y la enjalma que colocó el abuelo sobre el lomo de las mansas acémilas sin alma.


Allí un grupo de sogas y monturas, y el peine en su lugar para las crines, y las viejas gastadas herraduras que poblaron de ritmo los confines; o jíqueras ojianchas y angarillas, y sellos marcadores de costales, y en un grupo de cinchas y de hebillas lazos de cerda y gruesos cabezales, bozal para arrendar, y sobre el suelo frascos con veterina y una pluma, y el caucho con el cual el recio abuelo venció el invierno y desafió la bruma.


La Casa del Abuelo tuvo otrora una cocina de cordial candela, que avivó con la china, hora tras hora, la firme diestra de la santa abuela, la misma Abuela que la travesura del hijo indiferente y calavera, llevó siempre ceñida a la cintura la tímida pretina justiciera; allí el fiel molinillo de madera, chocolateras de abultada panza, remendado platón, lezna dulcera, y un ambiente de holgura y de bonanza; y el fogón de tres piedras retiznadas que al calor de las llamas infinitas, con sus lenguas crujientes y encrespadas le anunciaban a la Abuela las visitas; una alforja pequeña que soplaba vida sobre los ígneos carbones, y un cedazo de crin de recia traba, y trampa de cajón para ratones, un pilón de amplia boca generosa, hecho de un tronco de macizas cepas, y al fogón el maquín donde acuiciosa volteaba la Abuela las arepas.


Allí la mano de pilón que ampolla sacó a la abuela de paciencia suma, la orilla de barro de las ollas la mazamorra y su volcán de espuma; allí la excusa que colgó de un largo cordel que el viejo aseguró del techo, y el humo de tizones de camargo que de la abuela sofocaba el pecho; la raspadora que en perfecto trazo de caja de sardina el viejo hizo, y el embudo de agudo calabazo para llenar la tripa de chorizo y un cepillo de coco desecado para limpiar las manchas y los sebos, y un enorme cajón en el mercado y una concha de gurre con los huevos.


La sartén con las bromas imprevistas de la manteca que saltaba ardida, a la Abuela segándole las vistas, a la Abuela tostándole la vida; la piedra de moler, y limpios cestos, y la múltiple lumbre de unas teas, y en domésticos cúmulos dispuestos tarros de miel, cuyabras y bateas; y la paila de cobre donde el diente del raso mecedor mordió la orilla, y donde ardió en burbujas, lentamente, el manjar de la Raza: la natilla, y en un rincón, acurrucada y quieta, confortable y doméstica, y amiga, la inseparable y familiar banqueta donde sentó la abuela su fatiga.


La Casa del Abuelo tuvo en antes un patio posterior cuadriculado, en cuyos negros muros circundantes colgaron los vestigios del pasado; la llave de la manga allí prendida, y en su vejez los zuecos de bisagra, y allí el ambiente de la recia vida cuando al trabajo el alma se consagra. Allí en hierro doméstico y macizo el calabozo de la diaria poda, el catabre y la azada y el tacizo, todo el arado y la herramienta toda; y en el vuelo soberbio de su facha, afilada y airosa, y futurista, la recia hoja en resplandor del hacha, allí dispuesta a la inmortal conquista.


Del patio en un recodo placentero la fuente con su diaria cantinela, y el pródigo cidrón, y el limonero, y el caracucho que sembró la Abuela; allí la polla de plumaje de oro, y la gorda gallina saraviada, y el rojo gallo de clarín sonoro que anticipó en el patio la alborada, y la tierna pollada bulliciosa que ante el halcón de pavoroso encuadre, a protegerse corre en las sedosas, abiertas alas de la tibia madre.


Allí la jaula de enlatada planta, de plátano y naranja abastecida, y en su seno el turpial cuya garganta dio su cadencia a la tranquila vida; el gato en una silla abandonada añorando el calor del reverbero, o ya expiando ratones a la entrada de un oscuro y cilíndrico agujero; el noble can de requemado pelo que en las felices horas de la tarde, cuando del corte regresó el Abuelo, movió la cola en jubiloso alarde; y allí glacial, en la pared colgada, como en ambiente de mortal vigilia, la casera escopeta recargada que defendió la casa y la familia.


La Casa del Abuelo tuvo otrora una amplia huerta de esponjadas copas, a cuyo sol en la brillante aurora tendió la Abuela a resecar la ropa; allí creció minuto tras minuto la mata de dulzonas arracachas, y floreció el cargado chachafruto y dieron su manjar las remolachas; allí el leve durazno y la vitoria, y allí el repollo en múltiples edades, y otras matas de plácida memoria, y otros frutos de gratas variedades.


En su roja vendimia una morera, y entre piedras y cal la siempre viva, y el generoso aceite de la higuera para el fulgor de lámpara votiva, y el casero aguacate cuya fruta complementó la típica comida, y de la Virgen la pequeña gruta que la Abuela cuidaba conmovida; allí en invierno las ventiscas graves, y en el verano el céfiro templado, y allí glacial para ahuyentar las aves, un trepo sin valor, crucificado; y allí el maizal y su dorada espiga, del poder de la Raza testimonio, y allí la cruz de mayo, la enemiga de la vasta tormenta y del demonio.


La Casa del Abuelo en el pasado tuvo un techo de teja de madera, donde el humo doméstico y alado desplegaba a los vientos su bandera.


Casa de la virtud y del desvelo, cuyo retorno el corazón anhela. Oh pretérita Casa del Abuelo: Dulce santuario y generosa escuela.



SONSON. DICIEMBRE 1-65.

 
 
 

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